Raul
Zurita
discurso
Premio
Iberoamricano
de
Poesia |
COMENTARIO DE GASTÓN CORNEJO BASCOPÉ
Cochabamba, Bolivia, Abril de 2020. Leído en ocasión a la pandemia universal del
coronavirus. En un tiempo en que el mundo se encuentra tenebroso, lleno de
incógnitas, patético y en silencio, rondándole la muerte por las calles y las
plazas, escogiendo a lo más débiles para darles fin a su historia humana.
Este bello escrito fue pensado y grabado hacen 4
años. Pena que recién lo descubra tan tarde en mis archivos. La
prosa que contiene es magistral y profunda, trascendente. Inserta
sentimientos, vivencias, cultivada cultura; también revela graves
rasgos de dolor espiritual, los que debieran poseer todos los seres
humanos en todos los ámbitos del planeta. Me ayuda a sobrevivir el
necesario encierro; el conocerlo ya da sentido y premio a prolongar
abiertos los sentidos más allá de la quimio-inmunoterapia.
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Una
pandemia universal ha paralizado la ansiedad de toda la raza humana. Calibán se
yergue triunfante sobre el bondadoso Ariel y el caos se impone en el alma de una
espesa, oscura niebla histórica. Por lo mismo, he de leerte repetidamente para
evocar vivencias compartidas, sentir y hacer mío el sufrimiento humano, la
quiebra del pensamiento racional, la neurosis excitada por la ferocidad de la
especie cargada de instintos feroces que hace malabarismos con la ciencia
genética que disparó la enfermedad mundial.
La pregunta esencial surge de las
entrañas de un ser marcado por la Parca en mortal desafío, agobiado por un tumor
pulmonar que debe ser controlado… ¿dónde renacerá el amor, florecerá la alegría,
el orgullo se llamarse ser humano, para ganar el derecho a la subsistencia en un
futuro radiante concebido por el Creador en su infinita bondad?
El planeta entero necesita más Neruda, más Zurita temblorosos, multiplicados
Mann Césped, millares de Roberto Desnos. Rezo a Dios porque eso ocurra.
RAÚL ZURITA EN SU ESENCIAL DISCURSO.
Chile, mucho antes de ser un país fue un poema. Es el “Chile
fértil provincia señalada/ en la región antártica famosa/ de remotas naciones
respetada/ por fuerte, principal y poderosa”, de La Araucana de Alonso de
Ercilla, ese soldado español que participó en la conquista y que después de
declarar que no venía a cantarle al amor sino a la espada, vio en un territorio
absolutamente desconocido, en el lugar más remoto del mundo, los bordes aún
imaginarios de un país, uniendo para siempre nuestro destino con el destino de
la poesía, de los grandes sueños y de sus encarnaciones concretas, pero también
con las trazas de una violencia extrema anidada en el centro de nuestra
historia.
Soy un poeta
chileno, soy un hijo de esa violencia y de esa delicadeza.
Señora Presidenta de la República Michelle Bachelet
Señor Presidente de la Fundación "Pablo Neruda"
Autoridades, amigos queridos.
Agradezco este premio que lleva el
nombre del más grande poeta de la historia de la lengua castellana, Pablo
Neruda. Frente a su obra la sensación a menudo no es distinta a la que podemos
experimentar mirando las cumbres de los Andes o la inmensidad del mar. Poemas
como “Galope muerto”, “Walking Around” o “Alturas de Macchu Picchu”
nos hacen pensar en esas dimensiones. En sus momentos más altos su poesía más
que la creación de un autor, se parece a un destino en cuya inexorabilidad están
expresados todas las muertes, esperanzas, tragedias, sueños y despertares de
millones y millones de hombres y mujeres que han requerido de los poemas para
completar sus existencias.
Pablo Neruda al escribir su Canto General no sabía que ese
libro iba a ser la prueba de que los pueblos que a través de él lo escribieron y
que allí se mencionan, debían atravesar todavía otra “muerte general”
–las nuevas dictaduras y su interminable secuela de asesinados y desaparecidos-
dándoles a todas esas víctimas, a los oprimidos y marginados de nuestra
historia, la sanción póstuma de encontrar en la poesía la vida nueva que debía
esperarlos y que no los esperaba.
Recibo entonces esta distinción con un sentimiento de gratitud
pero también de dolor, de alegría y al mismo tiempo de tristeza, de orgullo y a
la vez de vergüenza. La tarea no era escribir poemas ni pintar cuadros; la tarea
era hacer de la vida una obra maestra y los restos triturados de esa tarea
cubren la tierra como si fueran los escombros de una batalla atrozmente perdida.
La poesía es la más alta creación humana, su fundamento es la celebración de la
vida, pero ha tenido demasiadas veces que relatar la desgracia. Nada de lo que
creí en mi juventud que sería el mundo ha sido el mundo, nada de lo que imaginé
que sería Chile después del terrible paso de la dictadura es lo que ha sido
Chile. Lo único bueno que nos enseñaron esos años feroces: ese compañerismo, esa
lealtad, que nos hizo a tantos atravesar la noche un poco más guarecidos,
mostrándonos en las situaciones más difíciles que la solidaridad era posible,
que el amor era posible, fue lo primero que se olvidó y vimos surgir así un país
atomizado por el neoliberalismo, insolidario con los más débiles, en muchos
aspectos déspota con los más desposeídos.
A la poesía le concierne íntimamente ese fracaso, el estado de una sociedad no
puede medirse por lo bien que están los que están bien; felices los felices,
dice Borges en la sentencia final de su “Fragmentos de un evangelio apócrifo,”
sino por lo mal que están los que están mal, y los que están mal están muy mal.
La poesía debe bajar con ellos, debe descender junto a lo más dañado, a lo más
tumefacto y herido para emprender desde allí, desde esas fosas de lo humano como
quería el pequeño Rimbaud, el arduo camino a una nueva alegría, a una nueva
esperanza, a un nuevo sueño, pero no a un sueño cualquiera, no a una esperanza
débil, no a una alegría cautelosa, sino para que desde el hambre, desde los
asilos de ancianos pobres, desde cada niño y niña violadas, desde las cárceles,
desde los Sename de este mundo, emerja un sueño tan fuerte que de vuelta la
realidad y nos muestre de nuevo los infinitos resplandores de esta tierra que
aún nos ama.
Y nos ama, e increíblemente nos ama, pues habría bastado que la
cordillera de los Andes se hubiera desplazado unos pocos kilómetros más al oeste
o que el nivel del Pacífico hubiese subido unos metros, para que nada de esto
hubiese existido. Sin embargo, algo quiso que fuéramos, algo quiso que hubiese
un pueblo más entre los otros pueblos, que hubiese un sueño más entre los otros
sueños, que hubiese una voz más en la conversación general que todas las cosas
mantienen con todas las cosas. Por razones que son misteriosas ese diálogo tomó
en Chile la forma de la poesía.
Opongo entonces la infinita devoción de ese
poema, su insobornable pureza, a todas las crueldades de la historia, porque si
la poesía de Robert Desnos no existiera, si el arte no existiera,
probablemente la violencia sería la norma. Pero existe, y el solo hecho de que
alguien en medio del Holocausto, pudo escribir algo tan increíblemente bello
como “Tanto soñé contigo que pierdes tu realidad”, hace que el crimen sea
infinitamente más crimen y el asesino infinitamente más asesino.
Es lo que he tratado de mostrar en lo que he escrito. He imaginado en medio del
terror de la dictadura sagas inacabables que se me borraban al amanecer, poemas
alucinados donde el Pacífico flota suspendido sobre las cumbres de los Andes y
donde el desierto de Atacama se eleva como un pájaro sobre el horizonte.
Imaginar esos poemas fue mi forma de resistir, de no enloquecer, de no
resignarme. Sentí que frente al dolor y al daño había que responder con un arte
y una poesía que fuese más fuerte que el dolor y el daño que se nos estaba
causando. No se trataba de lanzar andanadas de pequeños poemas de combate, sino
de algo mucho más arrasado, más luminoso, más sordo y violento. Había que hablar
de amor, pero para hablar de amor había que aprender a hablar de nuevo, comenzar
desde cada letra, porque ninguno de los lenguajes que existían antes bastaban
para dar cuenta de lo que había sucedido. Siento que los escombros de esos años
están allí, en esos intentos, y que dictados por un deseo que nos sobrepasa, los
poemas no son sino los sueños que sueña la tierra, los sueños con los que
intenta lavarse del sufrimiento humano, y que uno no puede nada frente a eso
sino apenas grabar unas pequeñas marcas, unos mínimos retazos que quizás
sobrevivan al despertar.
Yo viví en Chile en los años de la dictadura y sobreviví a ella y a mi propia
autodestrucción. El año 1975 después de un episodio humillante con unos soldados
me acordé de la frase del evangelio de poner la otra mejilla y entonces fui y
quemé la mía. No supe bien por qué lo hacía, pero allí comenzó algo. Recordé que
de niño había visto un avión que volaba en círculos trazando con humo blanco el
nombre de un jabón para lavar ropa e imaginé de golpe un poema escribiéndose en
el cielo. Entendí entonces que aquello que se había iniciado en la máxima
soledad y desesperación de un hombre que se quema la cara encerrado en un baño,
debía concluir algún día con el vislumbre de la felicidad. Dos años más tarde
pensé en una escritura sobre el desierto que solo pudiese ser vista desde lo
alto. Solo diría “ni pena ni miedo”, y estaría surcando un país donde
casi lo único que había era pena y miedo. Años más tarde vi la frase recortada
sobre el desierto y, efectivamente, por su extensión solo se podía leer completa
desde el cielo. Alguien reparó que el surco de las letras en la tierra se
parecía al surco de la cicatriz en mi cara. Habían pasado dieciocho años y me
sorprendió haber sobrevivido. Recibo esta distinción en nombre de nuestros
ausentes.
Yo trabajo con mi vida y trato de que eso no sea una consigna. No porque mi vida
tenga algo ejemplar, el diablo me libre de ser ejemplo de nada, sino porque creo
que si podemos llegar al fondo de nosotros mismos, sin autocompasión ni falsa
solidaridad, mirando nuestra zona de luz, nuestra sed de amor, pero también toda
nuestra reserva de odio, violencia y de crimen, es posible que lleguemos al
fondo de la humanidad entera. Creo que todo lo que puedo haber hecho está allí.
He escrito desde un cuerpo que se dobla bajo los efectos del Parkinson, que se
rigidiza, que tiembla, que se va para adelante y que cae y he encontrado hermosa
mi enfermedad, he sentido que mis temblores son bellos, que mi dificultad para
sostener estas hojas que ahora leo es bella. He escrito sobre ese cuerpo, sobre
los dolores que les he causado a otros y los que yo mismo me he infligido, he
grabado con fuego mis poemas sobre mi piel. Solo los enfermos, los débiles, los
heridos, son capaces de crear obras maestras. Siento que he escrito desde una
cierta irreparable desesperación y, a la vez, desde una incontenible alegría.
Una alegría extraña porque es como si naciera de la dificultad de ser felices.
Del encuentro de esos fantasmas nace mi escritura. La escritura es como las
cenizas que quedan de un cuerpo quemado. Para escribir es preciso quemarse
entero, consumirse hasta que no quede una brizna de músculo ni de huesos ni de
carne. Es un sacrificio absoluto y al mismo tiempo es la suspensión de la
muerte. Es algo concreto, cuando se escribe se suspende la vida y por ende se
suspende también la muerte. Escribo porque es mi ejercicio privado de
resurrección.
Decía al comienzo que esta tierra aún nos ama, todavía quiere verse en nosotros,
todavía el mar, el desierto, las montañas, quieren mirarse en nuestras miradas,
todavía el sonido de las rompientes y del viento quiere reconocerse en nuestros
oídos, todavía sus estrellas quieren reflejarse en nuestros ojos. En sus
momentos más felices mi poesía ha tratado de expresar ese amor de la tierra, no
siempre ha sido así. He escrito desde la herida y del daño en un mundo herido,
enfermo, sin compasión. He escrito desde el dolor, pero nuestro deber es la
felicidad. He escrito desde el odio, pero nuestro deber es el amor.
Termino con el poema con que quisiera cerrar mi vida:
Entonces, aplastando la mejilla quemada contra los ásperos granos de este
suelo pedregoso / como un buen sudamericano /alzaré por un minuto más mi cara
hacia el cielo llorando porque yo que creí en la felicidad
/ habré vuelto a ver de nuevo las irrefutables estrellas.
Te amo Paulina, tú eres las estrellas irrefutables de mi noche
Raúl Zurita
14 de julio de 2016