6.- Sin pena ni gloria
El retorno de Juana a Chuquisaca en 1825 coincidió con aquello por lo que ella y su marido habían luchado desde 1809: la independencia de los españoles. Sin embargo, las divergencias y el abandono del Alto Perú por parte de Buenos Aires, llevaron a la separación de ambas regiones y a que sus respectivas emancipaciones dieran nacimiento a dos países diferentes: Argentina, por un lado y Bolivia, por el otro. Se truncaba así el sueño boliviariano de la Patria Grande Americana. El mariscal Antonio José de Sucre, Gran Mariscal del Perú y primer presidente de la República de Bolivia, nombró de esa manera al país, conmemorando a quien fuera otro importante personaje de las luchas por la independencia americana y su libertador: el general Simón Bolívar. Sin embargo, el propio Bolívar, luego del encuentro con la señora Azurduy de Padilla en 1825, señaló a Sucre que “este país no debería llamarse Bolivia en mi homenaje, sino Padilla o Azurduy, porque son ellos los que lo hicieron libre.” |
En esa ocasión, Bolívar,
acompañado de Sucre, el caudillo Lanza y el Estado Mayor del Ejército Colombiano
visitaron a Juana en la miserable choza que habitaba “…para reconocerle sus
sacrificios por la libertad y la independencia.”
Bolívar le expresó su profunda admiración y su reconocimiento ascendiéndola a
Coronela -el primer ascenso que firmaba en Bolivia- y otorgándole una pensión
vitalicia mensual de sesenta pesos. Después, a pedido de ella, Sucre la aumentó
a cien pesos. Manuela Sáenz, prócer quiteña en la gesta emancipadora y también
honrada con el grado de Coronela, en una carta dirigida a ella, relataba las
impresiones de Bolívar -su compañero sentimental durante aquella visita, así
como las suyas propias respecto de la destinataria:
“una vida como la suya
me produce el mayor de los respetos y mueven mi
sentimiento para pedirle pueda recibirme cuando
usted disponga, para conversar y expresarle la
admiración que me nace por su conducta; debe
sentirse orgullosa de ver convertida en
realidad la razón de sus sacrificios y recibir
los honores que ellos le han ganado.
Téngame, por favor, como su amiga leal.”
Juana tuvo algunos reconocimientos en vida: el de Belgrano primero, y ahora los de Bolívar y de Sáenz. Sin embargo, su tierra natal no la recibió con los honores que tan grande y digna luchadora merecía. Sus últimas cuatro décadas, las vivió en la extrema pobreza. Pese a los reclamos que realizó al gobierno boliviano para que le fueran restituidas la casa que habitó en Chuquisaca y las haciendas expropiadas por los españoles, sólo consiguió la devolución de la hacienda de Cullco -malvendida tiempo después, para pagar la dote del casamiento de su hija Luisa-. Por otro lado, después de la deposición de Sucre como presidente de Bolivia en 1828 y los vaivenes políticos posteriores, la pensión a su mérito otorgada por Bolívar le fue suprimida |
“…El Cielo, que señala ya el término
de los tiranos,
mediante la invencible espada de V.E., quiso regresase
a mi casa, donde he encontrado disipados mis
intereses y agotados todos los medios que pudieran
proporcionar mi subsistencia; en fin rodeada de una
numerosa familia y de una tierna hija que no tiene
más patrimonio que lágrimas.”
Juana Azurduy
La pobreza, la
soledad, el anonimato, el silencio… Un destino
ingrato, poco apropiado, desatinado, que no hacía justicia a la trayectoria
de la valiente luchadora. Del mismo modo, fue su muerte. El 25 de mayo de 1862,
a la edad de 82 años, falleció Juana Azurduy de Padilla en la pequeña habitación
que ocupaba.
Estaba con ella
el pequeño Indalecio. En verdad, era una sobreviviente: fue la última, de entre
todos los guerreros de América del Sur, en permanecer con vida. Como muchos de
ellos, murió en el más triste de los olvidos. Aquel día su protegido reclamó a
las autoridades municipales que se le realizara un homenaje fúnebre, que fuera
sepultada con los honores que le correspondían a esa mujer heroica. Se negaron.
Adujeron que las fuerzas militares estaban ocupadas conmemorando un nuevo
aniversario de la revolución de Chuquisaca de 1809. Así, un pequeño cortejo
fúnebre, formado por Indalecio y sus vecinos, cargaron el ataúd y acompañaron
los restos mortales de Juana hasta el Cementerio General de esa ciudad. Los
mismos fueron sepultados, sin pena ni gloria, en una fosa común. Sólo la Gaceta
“El Liberal”, del 28 de mayo de 1862, anunció en un pequeño recuadro su partida.