Juana Azurduy, Amazaona de La Libertad |
UN PASEO POR LA
HISTORIA
Antonio Dubravcic Luksic
Qué bueno que el
nombre de una mujer se remita a una canción y a un poema gracias a
aquel maravilloso trabajo de "Félix Luna y Ariel Ramírez,”
que inmortalizó la querida voz de Mercedes Sosa. Aquellas melodías y
palabras permitieron que muchos se anoticiaran de la existencia de
una extraordinaria luchadora que lo dio literalmente todo por la
independencia de esta parte de América. |
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Esta maravillosa mujer
había nacido en Chuquisaca el 12 de junio de 1780, mientras estallaba y se
expandía la rebelión de Túpac Amaru. Su familia la pensó monja y ella se pensó
libre. Ganó Juana y salió del convento de Santa Teresa, según el parte de la
Madre Superiora, por su irreductible conducta altiva. Afuera la esperaba la
lucha y el amor de la mano del comandante Manuel Ascencio Padilla, aquel que le
contestaba al General Rondeau: “vaya seguro Vuestra Señoría de que el enemigo
no tendrá un solo momento de quietud. Todas las provincias se moverán para
hostilizarlo; y cuando a costa de hombres nos hagamos de armas, los
destruiremos.
El Perú será reducido primero a cenizas que a voluntad de los españoles.”
Juana ayudó a crear una milicia de más de 10.000 aborígenes y comandó varios de
sus escuadrones. Libró más de treinta combates, siempre a la vanguardia,
haciendo uso de un coraje desmedido que se hizo famoso entre las filas enemigas
a las que les había arrebatado personalmente más de una bandera y cientos de
armas.
Manuel Ascencio Padilla y su esposa Juana Azurduy defendieron a sangre y fuego
del avance español la zona comprendida entre el norte de Chuquisaca y las selvas
de Santa Cruz de la Sierra.
En su muy interesante trabajo conocido como las “republíquetas”, que consistía
en la formación, en las zonas liberadas, de centros autónomos a cargo de un jefe
político–militar. Hubo ciento dos caudillos que comandaron igual número de
republiquetas. Extraordinarios patriotas como Ignacio Warnes, Vicente Camargo,
el cura Ildelfonso Muñecas, quien redactó una proclama que decía: “Compatriotas,
reuniros todos, no escuchéis a nuestros antiguos tiranos, ni tampoco a los
desnaturalizados, que acostumbrados a morder el fierro de la esclavitud, os
quieren persuadir de que sigáis su ejemplo; echaos sobre ellos, despedazadlos, y
haced que no quede aun memoria de tales monstruos. Así os habla un cura
eclesiástico que tiene el honor de contribuir en cuanto puede en beneficio de
sus hermanos americanos”.
Juana lo había perdiendo todo, su casa, su tierra y cuatro de sus cinco hijos:
Manuel, Mariano, Juliana y Mercedes, en medio de la lucha. No tenía nada más que
su dignidad, su coraje y la firme voluntad revolucionaria. Por eso, cuando los
Padilla estaban en la más absoluta miseria y un jefe español intentó sobornar a
su marido, Juana le contestó enfurecida: “La propuesta de dinero y otros
intereses sólo debería hacerse a los infames que pelean por mantener la
esclavitud, más no a los que defendían su dulce libertad, como él lo haría a
sangre y fuego”. Juana salvó a su marido que había caído prisionero en
febrero de 1814 en una operación relámpago que dejó sin rehenes y sin palabras
al enemigo.
Tres meses después, en el combate de Villar fue herida por los realistas. Su
marido acudió en su rescate y logró liberarla, pero a costa de ser herido de
muerte. Era el 14 de septiembre de 1816. Juana se quedaba sin su compañero y el
Alto Perú sin uno de sus jefes más valientes y brillantes.
Juana siguió peleando junto a los comandantes Francisco Uriondo, el “moto”
Méndez y los hermanos Rojas, para alistarse luego en las tropas de Güemes.
Cuando el “padre de los pobres” fue asesinado a traición en junio de 1821,
decidió volver a su tierra. Estaba en Chuquisaca con su hija Luisa y su nieta
Cesárea aquella tarde de noviembre de 1825 cuando al abrir la puerta se encontró
nada menos que con el general Simón Bolívar, que quería tener el honor de
conocerla. Fue un abrazo profundo, con pocas palabras, estaba todo muy claro
pero para el Libertador se hizo necesario decir: “esta república, en lugar de
hacer referencia a mi apellido, debería llevar el de los Padilla”.
Pero más allá de los halagos, Juana seguía en la miseria y no recibía ni la
pensión que le correspondía ni los sueldos adeudados por su rango de coronela.
Fiel a su historia, tomó la pluma y escribió: “Sólo el sagrado amor a la patria
me ha hecho soportable la pérdida de un marido sobre cuya tumba había jurado
vengar su muerte y seguir su ejemplo; mas el cielo que señala ya el término de
los tiranos, quiso regresase a mi casa donde he encontrado disipados mis
intereses y agotados todos los medios que pudieran proporcionar mi subsistencia;
en fin rodeada de una hija que no tiene más patrimonio que las lágrimas.” 2
Bolívar le concedió a la heroica luchadora una pensión vitalicia de 60 pesos,
que fue aumentada por el presidente de Bolivia, Mariscal Sucre, Juana cobraba
cada tanto hasta que dejó de cobrarla cuando la burocracia le ganó una de las
pocas batallas que perdió en su vida. Juana murió en la soledad, el olvido y la
pobreza, paradójicamente en una casa en la calle “España” en un humilde barrio
de Chuquisaca, el 25 de mayo de 1862.
Referencias:
1.- Carta de Manuel Asencio Padilla al general José Rondeau fechada el 21 de
diciembre de 1815,
2.- Mariano Baptista Gumucio, Otra historia de Bolivia, La Paz. 1989.
3.- Joaquín Gantier, Doña Juana Azurduy de Padilla, La Paz, Editorial Ichtus,
1980.